Hace mil años, el ángel Raziel mezcló su sangre con la de los humanos, creando la raza de los cazadores de sombras, que conviven con nosotros con la finalidad de protegernos de los demonios… aunque son invisibles para el ojo humano.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Ciudad de Hueso/Capitulo 1



1

PANDEMONIUM




—Sin duda estás de broma —dijo el gorila de la puerta, cruzando
los brazos sobre el enorme pecho.
Dirigió una mirada amedrentadora al muchacho de la chaqueta
roja con cremallera y sacudió la afeitada cabeza.
—No puedes entrar con eso ahí.
Los aproximadamente cincuenta adolescentes que hacían cola
ante el club Pandemónium se inclinaron hacia adelante para poder oír.
La espera era larga para entrar en aquel club abierto a todas las edades,
en especial en domingo, y no acostumbraba a suceder gran cosa
en la cola. Los gorilas eran feroces y caían al instante sobre cualquiera
que diera la impresión de estar a punto de causar problemas. Clary
Fray, de quince años, de pie en la cola con su mejor amigo, Simon, se
inclinó como todos los demás, esperando algo de animación.
—¡Ah, vamos!
El chico enarboló el objeto por encima de la cabeza. Parecía un
palo de madera con un extremo acabado en punta.
—Es parte de mi disfraz.
El portero del local enarcó una ceja.
—¿Qué es?
El muchacho sonrió ampliamente. Tratándose de Pandemónium,
tenía un aspecto de lo más normal, se dijo Clary. Lucía cabellos teñidos
de azul eléctrico, que sobresalían en punta alrededor de la cabeza igual
que los zarcillos de un pulpo sobresaltado, pero sin complicados tatuajes faciales ni grandes barras de metal atravesándole las orejas o los
labios.
—Soy un cazador de vampiros. —Hizo presión sobre el objeto de
madera, que se dobló con la facilidad de una brizna de hierba torciéndose
hacia un lado—. Es de broma. Gomaespuma. ¿Ves?
Los dilatados ojos del muchacho eran de un verde excesivamente
brillante, advirtió Clary: del color del anticongelante, de la hierba en
primavera. Lentes de contacto coloreadas, probablemente. El hombre
de la puerta se encogió de hombros, repentinamente aburrido.
—Ya. Entra.
El chico se deslizó por su lado, veloz como una anguila. AClary le
gustó el movimiento airoso de sus hombros, el modo en que agitaba
los cabellos al moverse. Había una palabra en francés que su madre habría
usado para describir al muchacho: insouciant, despreocupado.


—Lo encontrabas guapo —dijo Simon en tono resignado—, ¿verdad?
Clary le clavó el codo en las costillas, pero no respondió.
Dentro, el club estaba lleno de humo de hielo seco. Luces de colores
recorrían la pista de baile, convirtiéndola en un multicolor país de
las hadas repleto de azules, verdes ácidos, cálidos rosas y dorados.
El chico de la chaqueta roja acarició la larga hoja afilada que tenía
en las manos mientras una sonrisa indolente asomaba a sus labios. Había
resultado tan fácil... un leve glamour (un encantamiento) en la hoja,
para que pareciera inofensiva, otro poco en sus ojos, y en cuanto el encargado
de la puerta le hubo mirado directamente, entrar ya no fue un
problema. Por supuesto, probablemente habría conseguido pasar sin
tomarse tantas molestias, pero formaba parte de la diversión..., engañar
a los mundis, haciéndolo todo al descubierto justo frente a ellos,
disfrutando de las expresiones de desconcierto de sus rostros bobalicones.
Eso no quería decir que los humanos no fueran útiles. Los ojos verdes
del muchacho escudriñaron la pista de baile, donde delgadas extremidades
cubiertas con retazos de seda y cuero negro aparecían y desaparecían en el interior de rotantes columnas de humo mientras los
mundis bailaban. Las chicas agitaban las largas melenas, los chicos balanceaban
las caderas vestidas de cuero y la piel desnuda centelleaba
sudorosa. La vitalidad simplemente manaba de ellos, oleadas de energía
que le proporcionaban una mareante embriaguez. Sus labios se
curvaron. No sabían lo afortunados que eran. No sabían lo que era sobrevivir
a duras penas en un mundo muerto, donde el sol colgaba inerte
en el cielo igual que un trozo de carbón consumido. Sus vidas brillaban
con la misma fuerza que las llamas de una vela... y podían
apagarse con la misma facilidad.
La mano se cerró con más fuerza sobre el arma que llevaba, y había
empezado a apretar el paso hacia la pista de baile cuando una chica
se separó de la masa de bailarines y empezó a avanzar hacia él. Se
la quedó mirando. Era hermosa, para ser humana: cabello largo casi
del color exacto de la tinta negra, ojos pintados de negro. Un vestido
blanco que llegaba hasta el suelo, del estilo que las mujeres llevaban
cuando aquel mundo era más joven, con mangas de encaje que se
acampanaban alrededor de los delgados brazos. Rodeando el cuello
llevaba una gruesa cadena de plata, de la que pendía un colgante rojo
oscuro del tamaño del puño de un bebé. Sólo tuvo que entrecerrar los
ojos para saber que era auténtico..., auténtico y valioso. La boca se le
empezó a hacer agua a medida que ella se le acercaba. La energía vital
palpitaba en ella igual que la sangre brotando de una herida abierta.
Le sonrió al pasar junto a él, llamándole con la mirada. Se volvió para
seguirla, saboreando el imaginario chisporroteo de su muerte en los labios.
Siempre era fácil. Podía sentir cómo la energía vital se evaporaba
de la muchacha para circular por sus venas igual que fuego. ¡Los humanos
eran tan estúpidos! Poseían algo muy precioso, y apenas lo protegían.
Tiraban por la borda sus vidas a cambio de dinero, de bolsitas
que contenían unos polvos, de la sonrisa encantadora de un desconocido.
La muchacha era un espectro pálido que se retiraba a través del
humo de colores. Llegó a la pared y se volvió, remangándose la falda
con las manos, alzándola mientras le sonreía de oreja a oreja. Bajo la
falda, llevaba unas botas que le llegaban hasta el muslo.
Fue hacia ella con aire despreocupado, con la piel hormigueando
por la cercanía de la muchacha. Vista de cerca, no era tan perfecta. Vio rímel
corrido bajo los ojos, el sudor que le pegaba el cabello al cuello. Olió
su mortalidad, el olor dulzón de la putrefacción. “Eres mía”, pensó.
Una sonrisa fría curvó sus labios. Ella se hizo a un lado, y vio que
estaba apoyada en una puerta cerrada. “PROHIBIDALAENTRADA”,
estaba garabateado sobre ella en pintura roja. La muchacha alargó la
mano a su espalda en busca del pomo, lo giró y se deslizó al interior.
El joven vislumbró cajas amontonadas, cables eléctricos enmarañados.
Un trastero. Echó un vistazo a su espalda..., nadie miraba. Mucho mejor
si ella deseaba intimidad.
Se introdujo en la habitación tras ella, sin darse cuenta de que le seguían.
—Bien —dijo Simon—, una música bastante buena, ¿eh?
Clary no respondió. Bailaban, o lo que podría pasar por ello (una
gran cantidad de balanceos a un lado y a otro con descensos violentos
hacia el suelo, como si uno de ellos hubiese perdido una lente de contacto)
en un espacio situado entre un grupo de chicos adolescentes ataviados
con corsés metálicos y una joven pareja asiática que se pegaba
el lote apasionadamente, con las extensiones de colores de ambos entrelazadas
entre sí igual que enredaderas. Un muchacho con un piercing
labial y una mochila en forma de osito de peluche repartía gratuitamente
pastillas de éxtasis de hierbas, con los pantalones paracaidista
ondeando bajo la brisa procedente de la máquina de viento. Clary no
prestaba mucha atención a lo que les rodeaba; tenía los ojos puestos en
el muchacho de los cabellos azules que había conseguido persuadir al
portero para que lo dejara entrar. El joven merodeaba por entre la multitud
como si buscara algo. Había alguna cosa en el modo en que se
movía que le recordaba no sabía qué...
—Yo, por mi parte —siguió diciendo Simon—, me estoy divirtiendo
una barbaridad.
Eso parecía improbable. Simon, como siempre, resultaba totalmente
fuera de lugar en el club, vestido con vaqueros y una camiseta vieja en cuya parte delantera se leía “MADE IN BROOKLYN”. Sus cabellos
recién lavados eran de color castaño oscuro en lugar de verdes
o rosas, y sus gafas descansaban torcidas sobre la punta de la nariz.
Daba más la impresión de ir de camino al club de ajedrez que no de estar
reflexionando sobre los poderes de la oscuridad.
—Mmmm... hmm.
Clary sabía perfectamente que la acompañaba a Pandemónium
sólo porque a ella le gustaba el lugar, y que él lo consideraba aburrido.
Ella ni siquiera estaba segura de por qué le gustaba ese sitio: las ropas,
la música lo convertían en algo parecido a un sueño, en la vida de otra
persona, en algo totalmente distinto a su aburrida vida real. Pero siempre
era demasiado tímida para hablar con nadie que no fuera Simon.
El chico de los cabellos azules empezaba a abandonar la pista de
baile. Parecía un poco perdido, como si no hubiese encontrado a la persona
que buscaba. Clary se preguntó qué sucedería si se acercaba y se
presentaba, si se ofrecía a mostrarle el lugar. A lo mejor se limitaría a
mirarla fijamente. O quizá también fuera tímido. Tal vez se sentiría
agradecido y complacido, e intentaría no demostrarlo, como hacían los
chicos..., pero ella lo sabría. A lo mejor...
El chico de los cabellos azules se irguió de repente, cuadrándose,
igual que un perro de caza marcando la presa. Clary siguió la dirección
de su mirada, y vio a la muchacha del vestido blanco.
“Ah, vaya —pensó, intentando no sentirse como un globo de colores
desinflado—, supongo que eso es todo.” La chica era guapísima,
la clase de chica que a Clary le habría gustado dibujar: alta y delgada
como un palo, con una larga melena negra. Incluso a aquella distancia,
Clary pudo ver el colgante rojo que le rodeaba la garganta. Palpitaba
bajo las luces de la pista igual que un corazón incorpóreo arrancado
del pecho.
—Creo —prosiguió Simon— que esta tarde DJ Bat está realizando
un trabajo particularmente excepcional. ¿No estás de acuerdo?
Clary puso los ojos en blanco y no respondió: Simon odiaba la música
trance. Clary tenía la atención fija en la muchacha del vestido blanco.
Por entre la oscuridad, el humo y la niebla artificial, el pálido vestido
brillaba como un faro. No era de extrañar que el chico de los cabellos azules la siguiera como si se hallara bajo un hechizo, demasiado
abstraído para reparar en nada más a su alrededor; ni siquiera en
las dos figuras oscuras que le pisaban los talones, serpenteando tras él
por entre la multitud.
Clary bailó más despacio y miró con atención. A duras penas distinguió
que las dos figuras eran muchachos, altos y vestidos de negro.
No podría haber dicho cómo sabía que seguían al otro muchacho, pero
lo sabía. Lo veía en el modo en que se mantenían tras él, en su atenta
vigilancia, en la elegancia furtiva de sus movimientos. Un tímido capullo
de aprensión empezó a abrirse en su pecho.
—Por lo pronto —añadió Simon—, quería decirte que últimamente
he estado haciendo travestismo. También me estoy acostando con tu
madre. Creo que deberías saberlo.
La muchacha había llegado a la pared y abría una puerta con el letrero
de “PROHIBIDA LA ENTRADA”. Hizo una seña al joven de los
cabellos azules para que la siguiera, y ambos se deslizaron al otro lado.
No era nada que Clary no hubiese visto antes, una pareja escabulléndose
a los rincones oscuros del club para pegarse el lote; pero eso hacía
que resultara aún más raro que los estuvieran siguiendo.
Se alzó de puntillas, intentando ver por encima de la multitud. Los
dos chicos se habían detenido ante la puerta y parecían hablar entre sí.
Uno de ellos era rubio, el otro moreno. El rubio introdujo la mano en
la chaqueta y sacó algo largo y afilado que centelleó bajo las luces estroboscópicas.
Un cuchillo.
—¡Simon! —chilló Clary, y le agarró del brazo.
—¿Qué? —Simon pareció alarmado—. No me estoy acostando realmente
con tu madre, ya sabes. Sólo intentaba atraer tu atención.
Aunque no es que tu madre no sea una mujer muy atractiva, para su
edad.
—¿Ves a esos chicos?
Señaló bruscamente, golpeando casi a una curvilínea muchacha
negra que bailaba a poca distancia. La chica le lanzó una mirada malévola.
—Lo siento..., lo siento. —Clary se volvió otra vez hacia Simon—.
¿Ves a esos dos chicos de ahí? ¿Junto a esa puerta?
Simon entrecerró los ojos, luego se encogió de hombros.
—No veo nada.
—Son dos. Estaban siguiendo al chico del cabello azul...
—¿El que pensabas que era guapo?
—Sí, pero ésa no es la cuestión. El rubio ha sacado un cuchillo.
—¿Estás segura? —Simon miró con más intensidad, meneando la
cabeza—. Sigo sin ver a nadie.
—Estoy segura.
Repentinamente todo eficiencia, Simon sacó pecho.
—Iré en busca de uno de los guardas de seguridad. Tú quédate
aquí.
Marchó a grandes zancadas, abriéndose paso por entre el gentío.
Clary se volvió justo a tiempo de ver al chico rubio franquear la
puerta en la que ponía “PROHIBIDA LA ENTRADA”, con su amigo
pegado a él. Miró a su alrededor; Simon seguía intentando avanzar a
empujones por la pista de baile, pero no hacía muchos progresos. Incluso
aunque ella gritara ahora, nadie la oiría, y para cuando Simon regresara,
algo terrible podría haber sucedido ya. Mordiéndose con fuerza
el labio inferior, Clary empezó a culebrear por entre la gente.
—¿Cómo te llamas?
Ella se volvió y sonrió. La tenue luz que había en el almacén se derramaba
sobre el suelo a través de altas ventanas con barrotes cubiertas
de mugre. Montones de cables eléctricos, junto con pedazos rotos
de bolas de discoteca y latas desechadas de pintura, cubrían el suelo.
—Isabelle.
—Es un nombre bonito.
Avanzó hacia ella, pisando con cuidado por entre los cables por si
acaso alguno tenía corriente. Bajo la débil luz, la muchacha parecía medio
transparente, desprovista de color, envuelta en blanco como un ángel;
sería un placer hacerla caer...
—No te he visto por aquí antes.
—¿Me estás preguntando si vengo por aquí a menudo?
Lanzó una risita tonta, tapándose la boca con la mano. Llevaba una especie de brazalete alrededor de la muñeca, justo bajo el puño del
vestido; entonces, al acercarse más a ella, el muchacho vio que no era
un brazalete sino un dibujo hecho en la piel, una matriz de líneas en
espiral.
Se quedó paralizado.
—Tú...
No terminó de decirlo. La muchacha se movió con la velocidad del
rayo, arremetiendo contra él con la mano abierta, asestando un golpe
en su pecho que lo habría derribado sin resuello de haber sido un ser
humano. Retrocedió tambaleante, y entonces ella tenía ya algo en la
mano, un látigo serpenteante que centelleó dorado cuando lo hizo descender
hacia el suelo, enroscándoselo en los tobillos para derribarlo
violentamente. El chico se golpeó contra el suelo, retorciéndose, mientras
el odiado metal se clavaba profundamente en su carne. Ella rió, vigilándole,
y de un modo confuso, él se dijo que tendría que haberlo sabido.
Ninguna chica humana se habría puesto un vestido como el que
llevaba Isabelle, que le servía para cubrir su piel..., toda la piel.
La muchacha dio un fuerte tirón al látigo, asegurándolo. Su sonrisa
centelleó igual que agua ponzoñosa.
—Es todo vuestro, chicos.
Una risa queda sonó detrás de él, y a continuación unas manos cayeron
sobre su persona, tirando de él para levantarlo, arrojándolo contra
uno de los pilares de hormigón. Sintió la húmeda piedra bajo la espalda;
le sujetaron las manos a la espalda y le ataron las muñecas con
alambre. Mientras forcejeaba, alguien salió de detrás de la columna y
apareció ante su vista: un muchacho, tan joven como Isabelle e igual
de atractivo. Los ojos leonados le brillaban como pedacitos de ámbar.
—Bien —dijo el muchacho—. ¿Hay más contigo?
El chico de los cabellos azules sintió cómo la sangre manaba bajo
el metal demasiado apretado, volviéndole resbaladizas las muñecas.
—¿Más qué?
—Vamos, habla.
El muchacho de los ojos leonados alzó las manos, y las mangas oscuras
resbalaron hacia abajo, mostrando las runas dibujadas con tinta
que le cubrían las muñecas, el dorso y las palmas de las manos.
—Sabes lo que soy.
Muy atrás en el interior de su cráneo, el segundo juego de dientes
del muchacho esposado empezó a rechinar.
—Cazador de sombras —siseó.
El otro muchacho sonrió de oreja a oreja.
—Te pillamos —dijo.
Clary empujó la puerta del almacén y entró. Por un momento pensó
que estaba desierto. Las únicas ventanas estaban muy arriba y tenían
barrotes; débiles ruidos procedentes de la calle llegaban a través de
ellas; el sonido de bocinas de coches y frenos que chirriaban. La habitación
olía a pintura vieja, y la gruesa capa de polvo que cubría el suelo
estaba marcada con huellas de zapatos desdibujadas.
“Aquí no hay nadie”, comprendió, mirando a su alrededor con
perplejidad. Hacía frío en la habitación, a pesar del calor de agosto
del exterior. Tenía la espalda cubierta de sudor helado. Dio un paso
al frente, y el pie se le enredó en unos cables eléctricos. Se inclinó
para liberar la zapatilla de deporte de los cables... y oyó voces. La risa
de una chica, un chico que respondía con dureza. Cuando se irguió,
los vio.
Fue como si hubieran cobrado vida entre un parpadeo y el siguiente.
Estaba la chica del vestido blanco largo y la melena negra que
le caían por la espalda igual que algas húmedas, y los dos chicos la
acompañaban: el alto de cabello negro como el de ella y el otro más
bajo y rubio, cuyo pelo brillaba igual que el latón bajo la tenue luz que
entraba por las ventanas de arriba. El muchacho rubio estaba de pie
con las manos en los bolsillos, de cara al chico punk, que estaba atado
a una columna con lo que parecía una cuerda de piano, las manos estiradas
detrás de él y las piernas atadas por los tobillos. Tenía el rostro
tirante por el dolor y el miedo.
Con el corazón martilleándole en el pecho, Clary se agachó detrás
del pilar de hormigón más cercano y miró desde allí. Vio cómo el muchacho
rubio se paseaba de un lado a otro, con los brazos cruzados sobre
el pecho.
—Bueno —dijo—, todavía no me has dicho si hay algún otro de tu
especie contigo.
¿”Tu especie”? Clary se preguntó de qué estaría hablando. Quizá
hubiese tropezado con una guerra entre bandas.
—No sé de qué estás hablando.
El tono del chico de cabellos azules era angustiado, pero también
arisco.
—Se refiere a otros demonios —intervino el chico moreno, hablando
por primera vez—. Sabes qué es un demonio, ¿verdad?
El muchacho atado a la columna movió la cabeza, mascullando
por lo bajo.
—Demonios —dijo el chico rubio, arrastrando la voz a la vez que
trazaba la palabra en el aire con el dedo—. Definidos en términos religiosos
como moradores del infierno, los siervos de Satán, pero entendidos
aquí, para los propósitos de la Clave, como cualquier espíritu
maligno cuyo origen se encuentra fuera de nuestra propia dimensión
de residencia...
—Eso es suficiente, Jace —indicó la chica.
—Isabelle tiene razón —coincidió el muchacho más alto—. Nadie
aquí necesita una lección de semántica... ni de demonología.
«Están locos —pensó Clary—. Locos de verdad.»
Jace alzó la cabeza y sonrió. Hubo algo feroz en su gesto, algo que
recordó a Clary documentales sobre leones que había contemplado en
el Discovery Channel, el modo en que los grandes felinos alzaban la
cabeza y olfateaban el aire en busca de presa.
—Isabelle y Alec creen que hablo demasiado —comentó Jace en
tono confidencial—. ¿Crees tú que hablo demasiado?
El muchacho de los cabellos azules no respondió. Su boca seguía
moviéndose.
—Podría daros información —dijo—. Sé dónde está Valentine.
Jace echó una mirada atrás a Alec, que se encogió de hombros.
—Valentine está bajo tierra —indicó Jace—. Esa cosa sólo está jugando
con nosotros.
Isabelle sacudió la melena.
—Mátalo, Jace —dijo—, no va a contarnos nada.
Jace alzó la mano, y Clary vio centellear una luz tenue en el cuchillo
que empuñaba. Era curiosamente traslúcido, la hoja transparente
como el cristal, afilada como un fragmento de vidrio, la empuñadura
engastada con piedras rojas.
El muchacho atado lanzó un grito ahogado.
—¡Valentine ha vuelto! —protestó, tirando de las ataduras que le
sujetaban las manos a la espalda—. Todos los Mundos Infernales lo saben...,
yo lo sé..., puedo deciros dónde está...
La cólera llameó repentinamente en los gélidos ojos de Jace.
—Por el Ángel, siempre que capturamos a uno de vosotros, cabrones,
afirmáis saber dónde está Valentine. Bueno, nosotros también sabemos
dónde está. Está en el infierno. Y tú... —Giró el cuchillo que sujetaba,
cuyo filo centelleó como una línea de fuego—, tú puedes
reunirte con él allí.
Clary no pudo aguantar más y salió de detrás de la columna.
—¡Deteneos! —gritó—. No podéis hacer esto.
Jace se volvió en redondo, tan sobresaltado que el cuchillo le salió
despedido de la mano y repiqueteó contra el suelo de hormigón. Isabelle
y Alec se dieron la vuelta con él, mostrando idéntica expresión de
estupefacción. El muchacho de cabellos azules se quedó suspendido
de sus ataduras, aturdido y jadeante.
Alec fue el primero en hablar.
—¿Qué es esto? —exigió, pasando la mirada de Clary a sus compañeros,
como si ellos debieran saber qué hacía ella allí.
—Es una chica —dijo Jace, recuperando la serenidad—. Seguramente
habrás visto chicas antes, Alec. Tu hermana Isabelle es una. —
Dio un paso para acercarse más a Clary, entrecerrando los ojos como si
no pudiera creer del todo lo que veía—. Una mundi —declaró, medio
para sí—. Y puede vernos.
—Claro que puedo veros —replicó Clary—. No estoy ciega, sabes.
—Ah, pero sí lo estás —dijo Jace, inclinándose para recoger su cuchillo—.
Simplemente no lo sabes. —Se irguió—. Será mejor que salgas
de aquí, si sabes lo que es bueno para ti.
—No voy a ir a ninguna parte —repuso Clary—. Si lo hago, le mataréis.
Señaló al muchacho de cabellos azules.
—Es cierto —admitió Jace, haciendo girar el cuchillo entre los dedos—.
¿Qué te importa a ti si le mato o no?
—Pu... pues... —farfulló ella—. Uno no puede ir por ahí matando
gente.
—Tienes razón —dijo Jace—. Uno no puede ir por ahí matando
gente.
Señaló al muchacho de cabellos azules, cuyos ojos eran unas simples
rendijas. Clary se preguntó si se habría desmayado.
—Eso no es una persona, niñita. Puede parecer una persona y hablar
como una persona, y tal vez incluso sangrar como una persona.
Pero es un monstruo.
—Jace —dijo Isabelle en tono amonestador—, es suficiente.
—Estás loco —replicó Clary, alejándose de él—. He llamado a la
policía, ¿sabes? Estarán aquí en cualquier momento.
—Miente —dijo Alec, pero había duda en su rostro—. Jace, crees...
No llegó a terminar la frase. En ese momento el muchacho de cabellos
azules, con un grito agudo y penetrante, se liberó de las sujeciones
que lo ataban a la columna y se arrojó sobre Jace.
Cayeron al suelo y rodaron juntos, el muchacho de cabellos azules
arañando a Jace con manos que centelleaban como si sus extremos fueran
de metal. Clary retrocedió, deseando huir, pero los pies se le enredaron
en una lazada de cable eléctrico y cayó al suelo; el golpe la dejó
sin respiración. Oyó chillar a Isabelle y, rodando sobre sí misma, vio al
chico de cabellos azules sentado sobre el pecho de Jace. Brillaba sangre
en las puntas de sus garras, afiladas como cuchillas.
Isabelle y Alec corrían hacia ellos, con Isabelle blandiendo un látigo.
El muchacho de cabellos azules intentó acuchillar el rostro de Jace
con las garras extendidas. El caído alzó un brazo para protegerse, y las
garras se lo rasgaron, salpicando sangre. El muchacho de cabellos azules
volvió a atacar... y el látigo de Isabelle descendió sobre su espalda.
El muchacho lanzó un chillido y cayó hacia un lado.
Veloz como el chasquido del látigo de Isabelle, Jace rodó sobre sí
mismo. Brilló una arma en su mano y hundió el cuchillo en el pecho
del chico de cabellos azules. Un líquido negruzco estalló alrededor de la empuñadura. El muchacho se arqueó por encima del suelo, gorgoteando
y retorciéndose. Jace se puso en pie, con una mueca en la cara.
Su camisa negra era ahora más negra en algunos lugares empapados
de sangre. Bajó la mirada hacia la figura que se contorsionaba a sus
pies, alargó el brazo y arrancó el cuchillo. La empuñadura estaba recubierta
de líquido negro.
Los ojos del muchacho de cabellos azules se abrieron con un parpadeo;
fijos en Jace, parecían arder.
—Que así sea —siseó entre dientes—: Los repudiados se os llevarán
a todos.
Jace pareció gruñir. Al muchacho se le pusieron los ojos en blanco
y su cuerpo empezó a dar sacudidas y a moverse espasmódicamente
mientras se encogía, doblándose sobre sí mismo, empequeñeciéndose
más y más hasta que desapareció por completo.
Clary se puso en pie apresuradamente, liberándose de un puntapié
del cable eléctrico. Empezó a retroceder. Ninguno de ellos le prestaba
atención. Alec había llegado junto a Jace y le sostenía el brazo tirando
de la manga, probablemente intentando echar un buen vistazo
a la herida. Clary se volvió para echar a correr... y se encontró con Isabelle,
que le cerraba el paso con el látigo cuya dorada longitud estaba
manchada de fluido negro en la mano. Lo hizo chasquear en dirección
a Clary; el extremo se le enroscó alrededor de la muñeca y le dio un
fuerte tirón. Clary lanzó una exclamación ahogada de dolor y sorpresa.
—Pequeña mundi estúpida —masculló Isabelle—. Podrías haber
hecho que mataran a Jace.
—Está loco —dijo Clary, intentando echar la muñeca hacia atrás.
El látigo se le hundió más profundamente en la carne.
—Estáis todos locos. ¿Qué os creéis que sois, un grupo de vigilantes
asesinos? La policía...
—La policía no acostumbra a interesarse a menos que le presentes
un cadáver —indicó Jace.
Sosteniendo el brazo contra el pecho, el muchacho se abrió paso a
través del suelo cubierto de cables en dirección a Clary. Alec iba tras él,
con una expresión ceñuda en el rostro.
Clary echó una ojeada al punto en el que el muchacho había desaparecido,
y no dijo nada. Ni siquiera quedaba allí una manchita de
sangre; nada que mostrara que el muchacho había existido alguna vez.
—Regresan a sus dimensiones de residencia al morir —explicó
Jace—. Por si tenías curiosidad.
—Jace —siseó Alec—, ten cuidado.
Jace le apartó el brazo. Una truculenta ristra de motas de sangre le
marcaba el rostro. A Clary seguía recordándole a un león, con los ojos
claros y separados, y los cabellos de un dorado tostado.
—Puede vernos, Alec —replicó—. Sabe ya demasiado.
—Así pues, ¿qué quieres que haga con ella? —inquirió Isabelle.
—Dejarla ir —respondió Jace en voz baja.
Isabelle le lanzó una mirada sorprendida, casi enojada, pero no
discutió. El látigo resbaló de la muñeca, liberándole el brazo a Clary,
que se frotó la dolorida extremidad y se preguntó cómo diablos iba a
conseguir salir de allí.
—Quizá deberíamos llevarla de vuelta con nosotros —sugirió
Alec—. Apuesto a que Hodge querría hablar con ella.
—Ni hablar de llevarla al Instituto —dijo Isabelle—. Es una mundi.
—¿Lo es? —inquirió Jace con suavidad.
Su tono sosegado era peor que la brusquedad de Isabelle o la cólera
de Alec.
—¿Has tenido tratos con demonios, niñita? ¿Has paseado con brujos,
conversado con los Hijos de la Noche? ¿Has...?
—No me llamo “niñita” —le interrumpió Clary—. Y no tengo ni
idea de qué estás hablando.
“¿No la tienes? —dijo una voz en el interior de su cabeza—. Viste
evaporarse a ese chico. Jace no está loco..., simplemente desearías que
lo estuviera.”
—No creo en... demonios, o en lo que sea que tú...
—¿Clary?
Era la voz de Simon. Ésta se volvió en redondo y lo vio de pie junto
a la puerta del almacén. Le acompañaba uno de los fornidos porteros
que habían estado sellando manos en la puerta de entrada.
—¿Estás bien? —La miró escrutador a través de la penumbra—.
¿Por qué estás aquí sola? ¿Qué ha sucedido con los tipos..., ya sabes,
los de los cuchillos?
Clary le miró con asombro, luego miró detrás de ella, donde Jace,
Isabelle y Alec permanecían en pie, Jace todavía con la camisa ensangrentada
y el cuchillo en la mano. El muchacho le sonrió de oreja a oreja
y le dedicó un encogimiento de hombros en parte de disculpa, en
parte burlón. Era evidente que no le sorprendía que ni Simon ni el portero
pudieran verlos.
De algún modo, tampoco le sorprendía a Clary. Volvió otra vez la
cabeza lentamente hacia Simon, sabiendo el aspecto que debía de ofrecerle,
allí de pie sola en una húmeda habitación de almacenaje, con los
pies enredados en cables eléctricos de plástico brillante.
—Me ha parecido que entraban aquí —contestó sin convicción—.
Pero supongo que no ha sido así. Lo siento. —Pasó rápidamente la mirada
de Simon, cuya expresión empezaba a cambiar de preocupada a
incómoda, al portero, que simplemente parecía enojado—. Ha sido
una equivocación.
Detrás de ella, Isabelle lanzó una risita divertida.
—No lo creo —dijo tozudamente Simon mientras Clary, de pie en
el bordillo, intentaba desesperadamente parar un taxi. Los barrenderos
habían pasado por Orchard mientras ellos estaban dentro del club,
y la calle mostraba un negro barniz de agua oleosa.
—Lo sé —convino ella—. Lo normal sería que hubiera algún taxi.
¿Adónde va todo el mundo un domingo a medianoche? —Se volvió
hacia él, encogiéndose de hombros—. ¿Crees que tendremos más suerte
en Houston?
—No hablo de los taxis —repuso Simon—. Tú..., no te creo. No me
creo que esos tipos de los cuchillos simplemente desaparecieran.
Clary suspiró.
—A lo mejor no había tipos con cuchillos, Simon. Quizá simplemente
lo imaginé todo.
—Ni hablar. —Simon alzó la mano por encima de la cabeza, pero los taxis que se aproximaban pasaron zumbando por su lado, lanzando
una rociada de agua sucia—. Vi tu cara cuando entré en ese almacén.
Parecías realmente alucinada, como si hubieras visto un fantasma.
Clary pensó en Jace con sus ojos de león. Se echó un vistazo a la
muñeca, circundada por una fina línea roja a modo de brazalete en el
punto en el que el látigo de Isabelle se había enroscado. «No, un fantasma
no —pensó—. Algo aún más fantástico que eso.»
—Fue sólo una equivocación —insistió en tono cansino.
Se preguntó por qué no le estaba contando la verdad. Excepto, claro,
que él pensaría que estaba loca. Y había algo en lo que había sucedido;
algo en la sangre negra borboteando alrededor del cuchillo de
Jace, algo en su voz cuando le había dicho “¿Has conversado con los
Hijos de la Noche?”, que quería guardar para sí.
—Bueno, pues fue una equivocación de lo más embarazosa —repuso
Simon, y echó una ojeada atrás, hacia el club, desde donde una
fina cola todavía salía sigilosamente por la puerta y llegaba hasta mitad
de la manzana—. Dudo que vuelvan a dejarnos entrar jamás en
Pandemónium.
—¿Qué te importa eso a ti? Odias Pandemónium.
Clary volvió a alzar la mano cuando una forma amarilla fue hacia
ellos a toda velocidad por entre la niebla. En esta ocasión, no obstante,
el taxi frenó con un chirrido en la esquina, con el conductor presionando
la bocina como si necesitara atraer su atención.
—Por fin tenemos suerte.
Simon abrió la portezuela de un tirón y se deslizó al interior del
asiento trasero, forrado de plástico. Clary le siguió, inhalando el familiar
olor a humo rancio de cigarrillo, cuero y fijador de pelo de los taxis
de Nueva York.
—Vamos a Brooklyn —indicó Simon al taxista, y luego volvió la
cabeza hacia Clary—. Oye, sabes que puedes contarme cualquier cosa,
¿de acuerdo?
Ella vaciló un instante, luego asintió.
—Seguro, Simon —respondió—, sé que puedo hacerlo.
Cerró la portezuela de un golpe tras ella, y el taxi se puso en marcha,
perdiéndose en la noche.


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